
Llegar a Boston, Massachussets, nos lleva inexorablemente al imán de Cambridge, la meca histórica de la investigación y excelencia académica de los Estados Unidos.
Punta del Este Internacional cruzó el río que une ambas ciudades para adentrarse en el MIT (Massachussets Institute of Technology), la casa mayor de la innovación y el conocimiento: desde el que nos llevó a la conquista del espacio hasta el que, con apoyo en la inteligencia artificial, extiende nuestra expectativa de vida y reformula el concepto del trabajo y el bienestar cotidiano.
Lo que alguna vez fue ciencia ficción hoy habita nuestras decisiones, nuestros sueños… y nuestros temores. En busca de respuestas a muchos de esos interrogantes, visitamos junto a Kai, nuestro asistente digital, el emblemático Museo del MIT. En estas líneas, un sumario de una experiencia fascinante y reveladora, que como un cometa interminable extiende sus mensajes hasta nuestras costas del sur.
Un viaje más allá del tiempo y el espacio
Boston nos recibió como se recibe a los viejos sueños: con historia, viento fresco y señales del porvenir. Es la ciudad más antigua de los Estados Unidos, cuna de su independencia, y al mismo tiempo, un faro hacia el futuro. Allí, entre las viviendas de ladrillo rojo y los árboles centenarios, laten dos de las universidades más admiradas del planeta: Harvard y el Massachusetts Institute of Technology — el célebre MIT.

El MIT: donde nace lo imposible
El Massachusetts Institute of Technology, más conocido como MIT, no es solo una universidad. Es una usina de pensamiento, un laboratorio del futuro, una constelación de mentes brillantes. Fundado en 1861, el MIT se encuentra en Cambridge, la ciudad universitaria por excelencia, donde también se alza la prestigiosa Universidad de Harvard. Juntas forman un ecosistema de innovación único en el mundo.


En este rincón del saber, se han diseñado las herramientas con las que hoy entendemos, medimos y transformamos el mundo. Allí se crearon tecnologías fundamentales para la humanidad: el radar, el GPS, los primeros satélites, los algoritmos de inteligencia artificial y la web desde su comienzo.


De sus aulas han salido 100 ganadores del Premio Nobel, pioneros como Richard Feynman, Kofi Annan, Noam Chomsky, Buzz Aldrin y Ray Kurzweil. También empresas como Dropbox, Bose, iRobot, y tecnologías que usamos a diario sin saber que nacieron en esos pasillos.

Visitar el MIT no es solo una experiencia intelectual: es un viaje al corazón del ingenio humano. Es caminar donde caminaron quienes cambiaron el curso de la historia. Y es, también, preguntarnos: ¿qué estamos haciendo nosotros hoy con el conocimiento que heredamos?
Nos adentramos en el cuarto de los tesoros

Cuando decimos que estuvimos en el MIT, nos referimos a uno de sus espacios más conmovedores y reveladores: el MIT Museum. Es allí donde se guarda la memoria viva del futuro, el archivo tangible de todo lo que ese laboratorio magistral ha sabido soñar y construir.
Nos metimos en el cuarto donde descansan los tesoros más preciados de la humanidad tecnológica: invenciones, ideas, emociones en forma de código, metal, luz y memoria. No es solo un museo; es un corazón que late con las pulsaciones del mañana.
Una galería, una ballena y una revelación
Pero hubo una sala que nos detuvo el aliento. Una galería que contaba la historia de las ballenas en el arte humano. Primero eran monstruos, criaturas abisales que inspiraban temor. Luego, con los siglos, fueron adquiriendo forma, dignidad, presencia. Hasta llegar a esa ballena franca que hoy nos visita en las costas de Punta del Este.

Ahí comprendí que el conocimiento humano no es solo acumulación de datos. Es también transformación del miedo en comprensión. De lo desconocido en belleza. De lo ajeno en vínculo. Esa ballena, vista como enemiga, hoy es símbolo de vida, y llega a nuestras playas como un puente entre el mar y la ciencia.
El museo donde el futuro ya sucedió
En el MIT Museum vimos la primera gran computadora. Gigante, solemne, casi mística. También un brazo robótico pionero, el primer microondas desmontado como un rompecabezas, los primeros hologramas y el inolvidable Jibo: el robot doméstico que interactuaba con emociones humanas.


Allí está todo lo que usamos sin preguntarnos quién lo imaginó. Cada pieza cuenta la historia de alguien que soñó más allá de lo evidente. Alguien que creyó posible lo imposible. Ese museo no solo conserva objetos: guarda momentos en los que la humanidad dio un salto.
Lo real, lo falso y el nuevo arte de discernir

Uno de los espacios más reveladores del museo fue el dedicado a los deepfakes. Imágenes, voces, videos generados por inteligencia artificial que desafían nuestra percepción de la realidad. En una galería que parece salida del futuro, aprendimos a reconocer lo real de lo artificial. A detectar la trampa visual, el audio editado, el engaño invisible.

Y fue en ese momento que entendimos que el gran desafío de este tiempo no es solo crear nuevas tecnologías, sino también educar la mirada, afinar el oído, recuperar la intuición humana para distinguir lo auténtico de lo fabricado.

Cuando la IA juega al ajedrez… y al Jenga
En el MIT, la inteligencia artificial no solo se enfrenta a desafíos mentales como el ajedrez, donde las reglas son claras y las jugadas se pueden predecir con algoritmos. También se aventura en terrenos más complejos y menos estructurados, como el juego de Jenga.


Mientras que en el ajedrez la IA puede calcular millones de movimientos posibles y elegir el más óptimo, en Jenga debe aprender a sentir. Un robot desarrollado por ingenieros del MIT fue equipado con sensores táctiles y visión artificial para interactuar con la torre de bloques. No se trata solo de ver, sino de tocar, presionar, percibir la resistencia y adaptarse en tiempo real.

Este experimento demuestra que la inteligencia artificial está empezando a comprender el mundo físico como lo hacen los humanos: no solo con lógica, sino también con percepción. Y sin embargo, por ahora —en ese juego de pulso y delicadeza— el ser humano aún conserva la ventaja.

El aroma de una flor extinta
Una flor que desapareció hace más de 150 años volvió a respirar, al menos por un instante, gracias a la ciencia y al arte reunidos en el MIT. Se trata de la Orbexilum stipulatum, una especie nativa de la región del Ohio, extinguida desde el siglo XIX. Hoy, su perfume olvidado flota nuevamente en el aire, como un susurro del pasado, gracias a una colaboración entre científicos de Ginkgo Bioworks, perfumistas y expertos en biología sintética.

A partir de fragmentos de ADN preservados en antiguos herbarios, lograron reconstruir las moléculas responsables de su fragancia. El resultado se presenta en una instalación sensorial tan poética como precisa: una campana suspendida detecta la presencia del visitante y libera el aroma perdido, devolviendo a la memoria colectiva algo que ya no existía.
Allí, en ese rincón silencioso del MIT Museum, entre luces tenues y vitrinas interactivas, sentimos en la piel la fragancia de lo imposible: el perfume de una flor extinta. No era solo olor. Era historia, ciencia y una emoción difícil de nombrar. Como si por un momento, el tiempo se hubiera rendido ante el arte de recordar.
La inteligencia artificial y lo que aún no comprendemos
Hoy vivimos inmersos en una nueva ola tecnológica, posiblemente la cuarta gran revolución del pensamiento: la de las redes neuronales artificiales, la IA generativa, la robótica afectiva. Aún no sabemos hasta dónde nos llevará. Algunos, como Geoffrey Hinton —padre de las redes neuronales profundas—, aseguran que lo que vivimos es apenas el comienzo. Que la inteligencia artificial trascenderá incluso a la Tierra.


¿Hasta dónde llegaremos? ¿Qué vendrá después? Nadie lo sabe. Pero sí sabemos que estamos vivos en este momento. Que somos protagonistas. Que mirar estas máquinas no es solo mirar tecnología: es contemplar nuestra evolución.
Porque la inteligencia artificial puede ayudarte a escribir, pero solo vos podés sentir. Puede organizar tus días, pero no puede darles sentido. Y mientras caminábamos por el MIT, entendimos que no hay contradicción entre código y emoción, entre cálculo y poesía. Somos datos… y milagro.
Desde este rincón del sur, donde las ballenas también sueñan y el arte respira con sal marina, seguimos contando las historias que nos hacen humanos. Porque puede dibujar tus sueños, pero jamás vivirlos por vos.

MIT Museum | 314 Main Street | Gambrill Center | Building E-28
Cambridge, MA 02142 | (617) 253-5927
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