por Marisol Nicoletti*
Una pandemia, la vacunación de mi madre en La Plata contra el Covid-19, un pedido de ella de visitar la vieja quinta donde pasábamos los veranos, un regreso a mi infancia en bicicleta. Estos son los motivos que me llevaron a escribir una nueva nota sobre Francisco Piria. No será la última, seguramente. Ni mía ni de otros. Su figura convoca documentales, libros, notas. Su vigencia tiene motivos fundados: una ciudad balnearia que lleva su nombre, un mega proyecto trunco en la provincia de Buenos Aires y un sinnúmero de etcéteras que continúan recordándose en las dos orillas del Río de la Plata en ocasiones como parte de la historia y en otras como parte de la leyenda.
Cuando era sólo una niña de 7 años, no conocía el nombre de Francisco Piria. Mi infancia, hija de inmigrantes calabreses afincados en La Plata, transcurría entre la casa que mis padres tenían en la ciudad y la pequeña casa quinta de Punta Lara, comprada con esfuerzo . Mis meses preferidos eran los del verano porque la familia se instalaba en «la costa» -Piria la había bautizado «la dorada costa del sol» pero yo aún no lo sabía- y podía andar horas y horas en bicicleta junto con mi hermano Alberto, explorando los rincones más secretos de Punta Lara.
De esas recorridas, conservo la fuerte impresión que me producía ver ese edificio enorme, pensado por hombres de otros tiempos, de los días en que Dardo Rocha fundara la capital de la provincia de Buenos Aires. Un edificio incomparable, desmesurado, para los ojos de una niña de 7 años. Ese edificio era el Palacio Castells. Ya descuidado y venido a menos en ese entonces, todavía conservaba la grandeza de las obras hechas para perdurar en el tiempo. Y una especie de orgullo me recorría el cuerpo cuando pensaba en que pasaba mis veranos en el mismo lugar donde estaba ubicado ese edificio de maravillas.
Punta Lara era entonces un balneario que apuntaba a tímida ciudad a orillas del río, de casitas bajas y blancas, de inmigrantes, construidas por inmigrantes, con pinos en las puertas, con familias en las veredas durante las noches de verano. Esas postales infantiles -el Palacio Castells, el barrio de casas bajas y blancas, el río- me acompañaron durante años, décadas. Me las llevé conmigo cuando me casé con un uruguayo, me instalé en Punta del Este y yo misma me convertí en una inmigrante. Las tuve presente cuando, tiempo después, comencé a trabajar en PuntaNewsweek , conocí el nombre de Francisco Piria y me fasciné con su historia.
Me sorprendió su relación con la ciudad de mi infancia, con ese edificio fastuoso, con su proyecto de crear en Punta Lara una pequeña Piriápolis. Las volví a recordar cuando hace menos de una semana acompañé a mi madre de regreso a Punta Lara, luego de que se vacunara en La Plata contra el Covid-19. Mi madre, después de la vacuna, me pidió que nos diéramos una vuelta por la casa de vacaciones de mi infancia. Como un mimo a mamá, y tal vez a mi misma, accedí. Por desgracia, las postales de ensueño que conservaba desde mi infancia, se tornaron en imágenes de desencanto. Doloroso desencanto.
Escribí sobre Francisco Piria en diferentes medios argentinos y uruguayos, incluso en algún libro. Supe de su relación con Punta Lara con matices que incluían una leyenda urbana que afirmaba que el primer proyecto de ciudad propia había sido en la costa argentina y que, trunco, el multimillonario uruguayo había optado por la zona que hoy es, justamente, Piriápolis. Luego, a fuerza de autores y lecturas, supe que esa versión estaba equivocada y era exactamente al revés: Punta Lara había sido para el intento emprendedor y colonizador de Piria una especie de segunda Piriápolis más pequeña, a escala.
Como dije, hace menos de una semana volví a Punta Lara. Lo que no dije era que hacía muchos años que no visitaba la zona. Sabía que la casa de verano de nuestra familia había sido tomada y ocupada. Las presentaciones ante la justicia así me lo recordaban. Pero no hay nada que nos conmueva y convenza más que la visualización de la realidad: el estado de las cosas. Como ya conté, mamá me pidió que pasáramos por lo que había sido nuestro barrio de veraneo. Y yo accedí. Fue una mala decisión. La pobreza y el hacinamiento de lo que había sido nuestro barrio nos enfrió el alma con la impiadosa decadencia de un tiempo mejor. El pino que estaba en la puerta de nuestra casa -nuestro árbol de Navidad- había sido talado, las casa estaba en ruinas y a las ruinas la reemplazaba una precaria casilla. Mamá, con lágrimas en los ojos, me hizo prometer que íbamos a recuperar nuestro viejo refugio de verano. No sé si pueda cumplir con esa promesa. El intendente de Ensenada, Mario Secco, trata de hacerle frente al desasosiego de la zona. El resultado, hasta ahora, es desparejo. En la recorrida con mamá, pasamos por el espigón de pescadores y, por supuesto, por el Palacio Castells.
Durante esa mañana soleada de este otoño, me volvieron otras imágenes de la infancia: cuando ayudaba a mi padre a transportar material de construcción para nuestra casa. Cuando con mi madre poníamos plantas en el jardín, algo que sigo haciendo en mi casa de Punta del Este que se llama San Giovanni, como homenaje y recuerdo del pueblo donde nacieron mi padres.
De regreso a mi casa en Uruguay, las imágenes de mi infancia y la zozobra del presente, como vívidos fantasmas, no dejaron de rondarme. Pensé en Francisco Piria, cómo hubiera sido si el proyecto de Piria para Punta Lara hubiera fraguado. Y decidí reconstruir la historia de ese uruguayo hijo también de padres inmigrantes italianos. De alguna manera, elegí un singular exorcismo, una medicina poco convencional, utilizando la herramienta que tengo más a mano y mejor conozco, la palabra. Así comencé a escribir esta larga nota sobre Piria. Un conjuro para compartir y reforzar con los que se asoman a su lectura y me ayuden a alejar los fantasmas deformes convocando, imaginariamente, fantasmas más amables. Convocando a otros fantasmas que, en mi imaginario, son más amables. Este es el resultado.
La persistencia de una memoria
La estatura de una persona bien podría medirse por los años que su memoria sobrevive al cuerpo mortal, a la carne y a los huesos. Una memoria que no es sombra, sino cuerpo que vuelve a provocarla, se repite y perdura.
Así, no es exagerado decir que Francisco Piria fue un hombre gigante. Con sus errores, caprichos y tropiezos, virtudes y logros, un gigante no siempre acertamos a ver. Dejó una fortuna inusual para su época en Uruguay y una ciudad que lleva su nombre; dejó hijos, un hotel magnífico en lujo y tamaño para los comienzos del siglo XX en estas latitudes, dejó controversias públicas y privadas, un castillo, proyectos truncos, empresas y un palacio, dejó anécdotas, leyendas y zonas oscuras. En varios tramos de su vida fue, por entusiasta o exagerado, mitómano. Pero un mitómano que se volvió mito. Tuvo una vida que pareció abarcar o más bien abarcó muchas vidas y que se empecina en revivir a través de libros, de notas periodísticas, de documentales… «Piria fue, más que un empresario, un artista del dinero; le dio encanto y euforia, lo dotó de color y de gracia, lo emparentó con las estatuas, los pórticos de mármol, los herrajes de estilo, los sueños de grandeza», lo define, con precisa certeza, la escritora uruguaya Marcia Collazo Ibáñez en su libro Te acordarás de mí.
Creó una ciudad sin ayuda (ni permiso) del Estado uruguayo y quiso luego replicar su fórmula en Argentina, allá en Punta Lara, cerca de La Plata, donde pensaba fundar «la dorada costa del Río de la Plata». Para eso compró una extensión de tierra que, en ese entonces, era más grande que el casco urbano de la capital de la provincia de Buenos Aires. Su pretensión era unir las dos orillas con el puente de su nombre: Piria con Piria. El primero de los proyectos prosperó y se convirtió en acogedora, amable, ciudad balnearia, Piriápolis. El segundo fracasó y hoy Punta Lara navega en mares de ruina y de nostalgia por sus tiempos de quintas, por su señorial Jockey Club venido abajo, por sus palacetes abandonados y sus casas ocupadas, destinadas hoy a un circuito de pobreza. En ambos casos, o mejor dicho la suma de los dos, su ambicioso sueño fue inédito, desaforado, ajeno a toda medida. El sueño era, si se quiere, tan grande y exagerado como el hombre que lo soñaba. ¿Exagerado? En todo caso medio sueño está realizado y el otro, ¿por qué no? solamente pendiente…
Piria siglo XXI
Hace poco, el director de cine argentino Sebastián Martínez filmó un documental sobre Francisco Piria, El mundo entero, que se estrenó en Cine.ar en octubre de 2020. En 2016, la escritora y abogada Marcia Collazo Ibáñez publicó el libro Te acordarás de mí (Ediciones de la Banda Oriental), amenos, imprescindibles retratos biográficos de diez personajes fundacionales de la historia de Uruguay. Uno de ellos, ya quedó dicho, Piria. Con varios los libros sobre la vida de Piria, que la reviven: Luis Martínez Cherro (Por los tiempos de Francisco Piria), Pablo Reborido (Piriápolis, una historia en 100 fotos), César Di Candia (Francisco Piria. Un personaje irrepetible), Juan Antonio Ackerman (Los hacedores), Pablo Dobrinin (Francisco Piria y El socialismo triunfante. Lo que será mi país dentro de 200 años), entre otros. Y también, claro, están los escritos del mismo Piria, entre los que destaca la primera novela utópica uruguaya, El socialismo triunfante. También, Lo que será mi país dentro de 200 años. Y sus columnas en el diario La Tribuna Popular, del que fue socio hasta 1893. Y cuando en la década del 90 Argentina y Uruguay coqueteaban con el puente Buenos Aires – Colonia, la traza elegida -por ser la más factible y de mejor rentabilidad- entre los proyectos presentados era la que unía Punta Lara con Punta de Los Patos, al este de Colonia.
Hoy, en Piriápolis (y tal vez no sólo en Piriápolis) todavía se pueden encontrar grupos que buscan al Piria místico, al alquimista. Tratan de desentrañar los mensajes que, supuestamente, dejó en distintos símbolos dispersos por la ciudad. Incluso hay tours temáticos que recorren Piriápolis «leyendo» el legado simbólico y esotérico de Piria, algo que seguramente no deja de mostrar su costado irónico: algo que sin duda Piria hubiese avalado teniendo en cuenta sus comienzos como vendedor de fantasías en el Mercado Viejo de Montevideo.
En la actualidad, la que fue su residencia montevideana es el edificio de la Suprema Corte de Justicia. A pesar de la gran cantidad de años que es sede del alto tribunal, al edificio todavía se lo conoce popularmente como el Palacio Piria. Y a pesar de que Francisco Piria (1847-1933) no ha tenido -fuera, claro, de Piriápolis- reconocimientos oficiales de envergadura, su figura logró imponerse a través del tiempo, y avanzando ya en este siglo XXI sigue tan vigente como indescifrable.
De sin un centavo a millonario
Francisco Piria nació en 1847, hijo de dos inmigrantes genoveses, Lorenzo Piria y Serafina de Grossi, bajo ninguna estrella indicara que su destino iba a superar la modesta situación en la que vivían sus padres en Montevideo, incluso, mucho parecía jugar en su contra: a sus cinco años el padre muere y la madre, falta de recursos, lo envía a Italia para que se eduque con su cuñado, un sacerdote jesuita. En esos tiempos, Montevideo era una ciudad convulsionada por levantamientos militares. En Italia Piria recibe una educación variada: ciencias, humanidades, religión. Pero, sobre todo, templa el espíritu en la vida monacal con su tío. Hace una pocas visitas, si se quiere, turísticas a Nápoles y a Roma. Se maravilla con el arte clásico y vuelve a Sudamérica a los doce años y sin un centavo. Tiene que trabajar y prueba oficios hasta que se descubre buen vendedor, con la fantasía suficiente como para ofrecer productos con convicción y al mismo tiempo adornarlos de sueños y aspiraciones que sabe trasladar a los clientes. Hoy lo llamaríamos un experto en marketing.
Se instala en el Mercado Viejo, en un pequeño local donde vende de todo. Y acá se disparan las primeras anécdotas, muchas de ellas imposibles de comprobar. Se asegura que compraba perros, los teñía con distintos ungüentos y los ofrecía como los únicos perros de colores que se podían adquirir en Montevideo. Cuando tuvo un poco de capital, se dice, comenzó a traer relojes de bolsillo de Europa que vendía con una garantía totalmente falsa. Vendía supuestas joyas y nunca le faltaron incautos que ofrecía. Otra de las historias afirma que, en cierta ocasión, compró una importante cantidad de tela y mandó a confeccionar capotes largos, una suerte de abrigo para protegerse a la vez de la lluvia y del frío. Pero había una trampa. Como en ese entonces la ciudad seguía sufriendo distintos levantamientos militares -que en más de una ocasión terminaban en saqueos- hizo imprimir unos volantes que decían: «Todos los orientales deben ir a buscar su Remington». Abajo de la frase, la dirección de su negocio. El fusil Remington era una novedad de la época así que Piria había bautizado Remington a sus capotes. La gente iba en busca de un arma para defender su casa y se llevaba un abrigo para defenderse de la lluvia.
Pero el negocio un día terminó. El Mercado Viejo de Montevideo se incendió y Piria perdió todo su capital. Sólo le quedaron las mañas. Su idea de vender ilusiones se acrecentó. Y, de a poco, subió de nivel: ya no ofrecía objetos mágicos o de dudosa procedencia. Su experiencia le indicaba que ese estilo donde se mezclaban sueños y aspiraciones era el camino a seguir. Así compró una extensión más o menos importante de tierra en los suburbios del Montevideo de entonces y la subdividió en terrenos en los que se podía edificar una casa. Pero eso no era suficiente: había que vender esos lotes. Para eso, armó días de remate: contrataba transportes que acercaran a la gente al lugar, llevaba una orquesta, disponía un pantagruélico almuerzo que incluía comida y bebida, ofrecía cigarros y fuegos artificiales. Por último, imprimía volantes donde promocionaba la venta de terrenos y donde detallaba cada uno de los beneficios gratuitos que recibirían los asistentes. Resultaba una concurrida fiesta popular. A los terrenos los vendía en cuotas, entre pollos y carnes a la parrilla, entre cerveza y vino, entre fuegos de artificio, cigarros y música. La gente empezó a comprarle lotes con entusiasmo. Llegó a lotear 70 barrios en las afueras de Montevideo, otros tantos en el interior y el pueblo de Canelones, que se llama Joaquín Suárez. Un total aproximado de casi 200 barrios que, poco a poco, se fueron volviendo parte de las ciudades.
Hay que sacarse el sombrero, porque Piria no sólo vendía los terrenos, también hacía las plazas y trazaba las calles y las manzanas. Ya no vendía perros de colores o dudosos relojes de bolsillo. Ahora vendía tierra contante y sonante. Y urbanismo. Y progreso. Pero, sobre todo, no paraba de facturar.
Piriápolis, primera parte
A esa altura, el dinero no dejaba de entrar en sus bolsillos. Era un próspero comerciante de tierras, un gran rematador. Pero para Piria eso no estaba ni cerca de ser suficiente. Ya se había casado, en 1866, con Magdalena Rodino quien pronto lo convirtió en padre de cuatro hijos: Francisco José, Lorenzo, Arturo y Adela. Atrás quedaban los años ajustados junto a Magdalena, de poco dinero y grandes sueños. De uno en uno, esos sueños se estaban volviendo realidad. A los 27 años funda en Montevideo su empresa, La Industrial, ubicada en la Ciudad Vieja, y deja el título de comerciante para convertirse en empresario. Pero no abandona su método: sigue comprando chacras en las afueras y loteándolas. También, a partir de 1879, forma parte de la sociedad dueña del diario La Tribuna Popular, que recién abandonará en 1893. Durante los años societarios, escribe acaloradas columnas de opinión política en el diario.
Sin embargo, no todas las cartas que recibía eran de buena suerte: Magdalena muere en el parto de su quinto hijo, que nace muerto. Por esos años, comienza a viajar a Europa, continente al que irá 22 veces, contando su estadía en el convento jesuita. Los primeros viajes son meramente turísticos. Conoce la Costa Azul francesa, París, más ciudades de Italia, Inglaterra, Alemania, España. Comienza a descubrir en esos sitios un lujo que él ansía y que vislumbra puede alcanzar a fuerza de más negocios.
Ya con un capital considerable, en 1890 compra 2.700 hectáreas en una zona en la que nadie quiere, donde, hasta ese entonces, sólo reinaban mar, viento y dunas. Un campo virgen que iba desde el cerro Pan de Azúcar hasta el Océano Atlántico. Entonces, el tren llegaba justo hasta el cerro Pan de Azúcar. Más allá, la nada. Y nadie. Acá la historia se bifurca. Algunos de sus historiadores aseguran que, fervoroso admirador de las ciudades balnearias europeas, la compra de esa enorme extensión de tierra estuvo desde un primer momento ligada a la idea de una ciudad balnearia. Otra versión, tal vez más ajustada a los hechos, dice otra cosa: en esa extensión de tierra había un cerro con granito, toneladas de granito. Y eso fue lo primero que Piria explotó.
Las minas de granito en el cerro Pan de Azúcar. Uno de los primeros motivos del crecimiento de Piriápolis.
El granito era requerido por Montevideo y por Buenos Aires para los adoquinar sus calles y civilizarlas. En poco tiempo, su empresa manejaba una cantera que abastecía a las capitales de Uruguay y de Argentina. Casi a continuación piensa en dos proyectos faraónicos: un tren y un puerto. El tren para acelerar el recorrido entre las canteras de granito y la red ferroviaria uruguaya que, como se dijo, terminaba en el cerro Pan de Azúcar. Él y el puerto, con la mira puesta en Buenos Aires.
Entretanto, inicia otra obra fastuosa: la construcción de su propio castillo que termina en esa tierra que quiere cambiar en 1897 y lo hace su casa. Y el castillo era, en verdad, un castillo: cuadrado, con torres, almenas y patio interno, ubicado en un sitio desde donde podía vigiliar buena parte de su territorio, incluidos los viñedos que había empezado a plantar con cepas traídas desde Europa y pensando en hacer un buen vino marítimo, con cierto estilo a los vinos de Burdeos.
Pero en 1898, un año después de terminado el castillo, una plaga de langostas destruye las vides, pero no a Piria, que redobla la apuesta.
Vuelve a traer cepas de Europa, agrega olivares, termina el extenso parque que rodeaba a su residencia y decora su interior: fuentes y estatuas -también traídas desde el Viejo Continente-, papeles importados para las paredes de los salones principales, molduras de yeso recubiertas con dorado a la hoja, pisos de pinotea y muebles estilo Luis XV. Además, hace construir el Cristo Redentor y lo ubica entre el castillo y el Cerro del Toro.
Ese año también publica su novela utópica El socialismo triunfante. Lo que será mi país dentro de 200 años. Una historia sin ninguna pretensión literaria que es, también, la primera obra de ciencia ficción uruguaya ya que el protagonista viaja en el tiempo, 200 años hacia el futuro. El argumento es básico y los personajes inverosímiles. Pero el centro del texto es, en verdad, un manifiesto político, como sus columnas en La Tribuna Popular. Ahí, además de despotricar contra los partidos políticos tradicionales -Blanco y Colorado-, la emprende contra la religión católica, los militares, los usureros y los latifundistas. En ese futuro imagina, y no lo hace nada mal sino muy bien, aparatos muy parecidos a los celulares actuales que llama «telépatos portátiles», autos eléctricos, «carruajes voladores», energía solar… Eran épocas de literatura fantástica, Wells, Verne, pero en materia de imaginación Piria no les iba atrás, por no aventurarnos un poco más. Pero trepa a un punto de megalomanía superior: cuenta que el protagonista (Fernando) visita Piriápolis y allí escucha cómo los grandes hombres del futuro alaban la figura del fundador de esa ciudad, Francisco Piria.
En todo caso, bien podía darse lujos y esos gustos. Pero todavía sentía que le faltaba mucho por hacer.
Hay quienes aseguran que, en un principio, tanto su novela como la ciudad frente al mar -que todavía no era ni siquiera un pueblo, sólo estaba el castillo, los viñedos, algunas otras plantaciones y la cantera- esconden o exhiben simbologías alquímicas.Los alquimistas no sólo buscaban la piedra filosofal capaz de convertirlo todo en oro (Piria había conseguido mucho sin tener la piedra) pero eran parte también de una escuela de alto espiritualismo.
Se ha contado y se cuenta que, por ejemplo, la ciudad iba a ser bautizada Heliópolis, la ciudad del sol, nombre de mucho respeto entre los alquimistas. Sin embargo, algo cambia sobre la marcha. Y, como una especie de sudamericano émulo despistado de de Walt Whitman, el fundador se canta y celebra a sí mismo y llama a la zona Piriápolis, la ciudad de Piria. Después admiradores, detractores y simplemente curiosos, buscan simbolismos esotéricos en el castillo, en la iglesia -que fue rechazada por las autoridades católicas-,en el Argentino Hotel y en las estatuas desperdigadas por la ciudad.
Pero lo primero relevante de Piriápolis, lo que destaca y la pone en el mapa del país, son sus vinos. La bodega llega a vender 360 mil litros por año.
Así Montevideo se entera de su existencia. Así también el gobierno uruguayo, que no de buena gana, pone a Piria en su agenda. Los motivos para desconfiar del empresario hacedor de barrios suburbanos era evidente: Piria no pedía permiso ni dinero al Estado ni a los bancos. Él era su propio banco. Las cuotas que la gente pagaba por sus lotes, el granito y los vinos mantenían todas sus empresas en marcha.
Y, cuando Piriápolis, ingresa en el mapa, Piria ingresa en el turismo. En 1902 construye un pequeño hotel que no era más que una suerte de rancho con varias habitaciones y la ventaja estratégica de estar ubicado frente al mar. No le da dinero, pero sí clientes argentinos. Entonces, avanza sobre esa zona. En 1905 termina de construir el primer hotel de cierta relevancia que tiene el todavía precario poblado, el Hotel Piriápolis.
En 1910 inicia la construcción de la rambla, inspirado en la Costa Azul. Dos años después, inicia los loteos: misma fórmula que en Montevideo, mismo resultado. El pueblo, como se lo quiera llamar, comienza a poblarse. El tren de trocha angosta se termina en 1913 y el puerto en 1916; tren y puerto terminarán por convertirse en atractivos turísticos, aunque fueron concebidos como bienes de producción. Con esa estructura, Piria comienza a apostar por los veraneantes que podían llegar desde Buenos Aires. Y le sale bien. Mientras tanto, sigue firme con la producción de la cantera y con sus viñedos, para los que trae enólogos de Francia e Italia. Planta cerca de 40 mil árboles e intensifica otras plantaciones. Sueña con una ciudad autosuficiente.
Para entonces, Piriápolis ya es un pueblo hecho y derecho y Piria hace más de una década -desde 1894- que está nuevamente casado, esta vez con María Emilia Franz. «Una yugoslava refinada, de piel traslúcida y aire ausente; una dama de mundo que amaba las pieles y las joyas, la ópera y los viajes, los palacios y el brillo de las veladas elegantes, y que lo conoció cuando él era ya un millonario espléndido, que iba y venía por la costa mediterránea de galera de seda y de bastón con puño de oro», la describe en su libro Marcia Collazo Ibáñez.
Con la llegada de veraneantes, aparece la necesidad del entretenimiento. Y Piriápolis estaba muy escasa en ese rubro. Entonces, resurge el Piria vendedor de sueños y de perros de colores. Aunque los nuevos perros de colores tengan forma de bosques, manantiales, estatuas y senderos. «Él quería un balneario con espíritu, así que al paso del tiempo fue dotando a la bahía y sus alrededores de una verdadera parafernalia de sitios emparentados con el símbolo y la peregrinación: se le antojó tener una Virgen de los Pescadores y la puso; también pensó en el templete de la fuente de Venus y bautizó como la Selva Negra a una región arbolada «donde no penetran los rayos solares», según rezaba la propaganda; la Cascada «ferruginosa» (…) fue uno de los primeros paseos que creó, allá por 1899. Para los enamorados y las muchachas casaderas mandó hacer el templo de San Antonio y para aprovechar la existencia de un manantial natural mandó hacer la fuente del Toro», enumera Collazo Ibáñez.
Por un tiempo, sin embargo, el proyecto Piriápolis entra en una suerte de paréntesis. En rigor, deja que sigan en marcha los elementos que ya están en el tablero. Las piezas juegan y el pueblo crece. Sólo regresa en 1920, cuando el presidente uruguayo Baltasar Brum coloca la piedra fundamental del nuevo proyecto faraónico de Piria que va a estar ubicado en el mismo lugar donde estuvo el primer hotel de Piriápolis.
Sólo que en esta ocasión no será un rancho sino una obra nunca antes vista en América del Sur, el Argentino Hotel. A pesar de la fanfarria de esta inauguración, a pesar de la descomunal obra que se avecina, Piria está, definitivamente, en otra cosa.
Piriápolis – Punta Lara
Por un lado, Piria comienza a pensar en Buenos Aires. Tal vez a raíz de los turistas que llegan a Piriápolis en el verano buscando mar, sol, tranquilidad y todos los trucos de magia que el fundador ofrece en forma de manantiales y bosques. Por el otro, deja Piriápolis y se asienta en Montevideo: hace rato que puede tener la vida que tanto ansiaba cuando, adolescente sin un peso, veía pasar a esos hombres y mujeres con ropa hecha a medida, con zapatos y relojes europeos. Pero todavía no tiene una casa en la capital que le muestre a los demás montevideanos, su fortuna.
El Palacio Piria, obra del arquitecto francés Camille Gardelle, se termina de construir en 1917 y está ubicado en la avenida 18 de julio, frente a la Plaza Cagancha. Allí Piria vivió con su segunda esposa y sus cuatro hijos. Pero no todo era paraíso en el palacio: María Emilia se llevaba muy mal con los cuatro hijos de Piria. Incluso, se llevaba muy mal con Piria. Por eso, la distribución del palacio es estratégica. En la primera de las plantas estaba el Gran Salón Imperio de 20 metros de largo, donde se realizaban las reuniones sociales, el despacho de Piria, el salón comedor, la sala de billar y los cuartos de los hijos. En la segunda planta estaba el dormitorio de Piria por un lado y el dormitorio de María Emilia por el otro. En medio de ambos cuartos, un gran salón que era a la vez zona en común del matrimonio para las pocas veces en que las aguas estaban tranquilas.
Para quienes siguen la línea de Piria alquimista, el palacio está plagado de símbolos. Y aseguran que es uno de los pocos edificios de Montevideo que tiene este tipo de simbología en su decoración. Señalan la figura del óvalo en el hall de la planta baja -que significaría el huevo, origen de la vida-, figura que se repite en el subsuelo y en los espacios de distribución de las dos plantas superiores. Agregan el símbolo de Aries en la escalera y dicen que se trata de la ascensión a los cielos. También hablan del imponente vitral del artesano Marchetti que contiene el símbolo de la rosa, la flor que supuestamente fue creada por la alquimia y que, a su vez, es el símbolo de la juventud eterna, o la fragilidad de la vida, o la sabiduría. Por último, sobresalen las figuras de faunos, sátiros y ninfas y el símbolo del árbol de la vida.
Para quienes no siguen esta línea, es llamativo el poco tiempo que Piria residió en ese palacio. En realidad, funcionaba, básicamente, como su carta de presentación inmobiliaria frente a la sociedad montevideana que nunca le había prestado mucha atención y que, cuando lo miraba, lo hacía con recelo. Y también es su base para otro de sus proyectos: ser candidato a presidente de Uruguay. Se presenta en las elecciones de 1919 pero su cosecha de votos es casi inexistente. Sólo 600 personas lo votan.
A partir de fracaso, el palacio pasa a ser el lugar donde, de algún modo, instala a su familia. Perdidas las elecciones, él comienza a viajar una y otra vez a Buenos Aires para realizar su segundo salto mortal: en 1925 compra una extensión de terreno que superaba, en ese entonces, al territorio que ocupaba el casco urbano de la ciudad de La Plata, la capital de la provincia. Quería replicar Piriápolis en Punta Lara, una zona que en ese entonces tenía quintas, chacras, algunas casas elegantes y, sobre todo, un palacio. El palacio Castells.
El Castells era una antigua residencia de estilo italiano construida a principios del siglo XX y ubicada en el Camino Costero Almirante Brown, entre las calles 26 y 40 de la localidad de Punta Lara, partido de Ensenada, en la provincia de Buenos Aires. En 1827 la familia Castells pasa a ser propietaria de la estancia Punta Lara y, en 1907, Luis Castells comienza la edificación del palacio que fue inaugurado en 1910.
Piria compra el palacio y una considerable extensión de tierra en 1925. Su idea es transformar la zona en un exclusivo balneario. Al palacio le hace una serie importante de modificaciones y lo convierte en su residencia permanente. Sus hijos y su mujer siguen en Montevideo y sólo lo visitan de tanto en tanto porque Piria no estaba para reuniones sociales. Es que luego de hacer los cambios en el palacio, comienza a planificar la urbanización de la zona. Quiere convertir Punta Lara en «la dorada costa del Río de la Plata».
Le propone al gobierno de Buenos Aires que se ocupe del trazado de un camino que una Punta Lara con La Plata, sin pasar por Ensenada. A cambio, el comenzará a lotear los terrenos, poblándola, y además se ocupará del acondicionamiento de las playas. Planifica un autódromo y un casino. En un principio, el plan funciona y Piria está a sólo un paso de replicar su Piriápolis en la Argentina.
Pero la burocracia, los cambios de gobierno, la desconfianza de los políticos argentinos, van retrasando la obra. El camino se demora, no tiene respuestas por parte del gobierno bonaerense, Piria se fastidia. Ya pasaron casi 5 años desde que compró el palacio y la tierra y no se notan los avances del proyecto. Para colmo, Piriápolis lo reclama: el fastuoso hotel que, una década antes, tuvo su ceremonia y piedra fundamental, está a punto de inaugurarse. El proyecto argentino desbarranca sin remedio y Piria vuelve a la ciudad que lleva su nombre. Es decir, su ciudad.
Piriápolis, segunda parte
Es la Nochebuena de 1930. Francisco Piria tiene 83 años, una edad que para la mayoría de los mortales es sinónimo de reposo, nietos y vida sin sobresaltos. Para él, en cambio, es el momento dar su tercer y último salto mortal. Tal vez el más impresionante de todos sus saltos mortales: la inauguración de un hotel que piensa debe estar ya equipado para perdurar al menos cien años. Por entonces, y desde hacía un tiempo considerable, lo acompaña Carmen Ruiz, su tercera mujer. No se había divorciado de María Emilia, simplemente la había abandonado en el palacio de Montevideo. La noche de la inauguración del hotel, las dos mujeres están presentes en los festejos navideños.
El hotel equipado como para un siglo no era metáfora. Ya en su novela había demostrado que no era un hombre de metáforas. Cuando Piria piensa en cien años, piensa en cien años. Hace traer la vajilla de Francia, la cristalería de Checoslovaquia, el peltre de Alemania, las sábanas y manteles de Italia. Todo en cantidades suficientes como para que duraran al menos un siglo.
De hecho, aún hoy -después de la decadencia y de los saqueos sufridos en los años 70- sobrevive un importante stock de vajilla, cristalería, sábanas y mantelería. Instala 70 cámaras frigoríficas, máquinas que pelan papas, lavavajillas que lavan 4.000 piezas de porcelana por hora, máquinas para hacer helados con formas de animales y una cantidad de hornos de pastelería con los que podía abastecer de pan a todo Montevideo.
Los hornos de pan del Argentino Hotel tenían capacidad para hornear pan para toda la ciudad de Montevideo.
El Argentino Hotel es unKing Kong o un Godzilla neoclásico. El costo final del proyecto es de 5 millones de pesos, una cifra fabulosa para la época, tal vez irrecuperable, así el hotel hubiera estado ocupado en su totalidad durante décadas.
Extraña maniobra para un hombre que no solía regalar su patrimonio. Pero para Piria el Argentino Hotel no era una nueva inversión, era su legado. Incluso quedaron proyectos sin hacer a su alrededor como un aero-carril que uniría la ciudad con el Cerro del Toro y la extensión de las vías del tren de trocha angosta, para unir el puerto con las hectáreas de cultivo. El hotel pronto se convirtió en un éxito y los turistas llegaban de todas partes, sobre todo de Buenos Aires. Una clase social adinerada comenzó a pasar sus vacaciones en el Argentino. Hubo propuestas para construir y desarrollar un barrio como el Beverly Hills de California en la ladera del cerro San Antonio pero Piria desechó la idea porque no le gustaban ese tipo de vecinos. A partir de este rechazo muchos de los que pensaban invertir en ese desarrollo decidieron instalarse en Punta del Este. Para el gusto de los que persiguen al Piria alquimista, en todos los pisos del hotel falta la habitación número 46. Las teorías sobre este faltante son muchas tantas como las que hay sobre la forma arquitectónica del hotel -que representaría el árbol de la vida- y los símbolos que hay en los salones y en las habitaciones.
Después de inaugurado, a Piria le quedarán casi con exactitud sólo tres años de vida. Morirá en 1933, el 11 de diciembre, a los 86 años. Pero todavía tendrá margen para darse sus últimos gustos.
Final
La polémica relación con Carmen Ruiz se vuelve aún más polémica cuando, en su testamento firmado en los últimos meses de su vida en una escribanía de Buenos Aires, la reconoce como hija natural, dándole parte de la herencia. Tanto los hijos como María Emilia rechazan esta última voluntad pero poco pueden hacer. Su segunda mujer se quedó con la mitad de la fortuna y sus cuatro hijos tuvieron que dividir en cinco su herencia incluyendo a Carmen. Piria había previsto la guerra que sobrevendría y añadió una cláusula en el testamento: si se atacaba la filiación de Carmen, ella pasaría a percibir la cuarta parte de libre disposición que por entonces establecían las leyes. Y eso suponía mucho más que su quinta parte establecida por ser «hija natural».
Piria no se llevaba bien con sus hijos, los veía como personas sin ningún tipo de empuje y criados en el lujo y el confort. Hay que tener en cuenta que, a su muerte, su hijo más chico tenía más de 50 años. Ninguno de los cuatro había logrado gran cosa por su propia cuenta. Sólo el mayor, Francisco -enólogo formado en Europa e Ingeniero químico- parecía en condiciones como para continuar la obra de su padre. Él y Carlos Bonavita, administrador de Piriápolis y mano derecha de Piria durante décadas, se mostraban aptos para seguir con el legado. Pero una noche, después de un incendio que casi quema toda la ciudad, Bonavita mató de un tiro a Francisco y luego se suicidó. Carmen Ruiz, por su parte, llegó a ser vicepresidenta de La Industrial, escribió algunos libros y, aseguran, siempre iba con un arma en la cartera. María Emilia murió dos años después que Piria, una sombra amargada, envuelta en confabulaciones y tratando preservar su parte de la herencia, para siempre encerrada en el palacio de Montevideo.
A pesar de que la fortuna de Piria llegó a ser la más grande del país y que, a su muerte, ascendía a más del 10 por ciento del presupuesto anual de todo Uruguay, el flujo de dinero empezó a ser cada día menor. Los ingresos comenzaron a caer de manera precipitada. Así y todo, el dinero duró para que vivieran al menos otras dos generaciones de sus descendientes. De todos modos, los herederos comenzaron a desprenderse de algunos bienes. En 1947 el palacio de Punta Lara y las 141 hectáreas que lo rodeaban pasaron a manos del gobierno de la provincia de Buenos Aires donados por la familia para que se utilizara como residencia del gobernador. Esto no ocurrió y durante algunos años funcionó como colonia de vacaciones para niños huérfanos. Más tarde fue cedido a la Municipalidad de Ensenada que terminó perdiendo sus derechos por no poder hacerse cargo de su recuperación. Hoy es sólo en los papeles de la burocracia monumento histórico y patrimonio cultural de la provincia. Su estado es lamentable.
El Palacio Piria de Montevideo también quedó para el Estado, lo mismo que la mayoría de los inmuebles y bienes de producción de Piriápolis, como el tren de trocha angosta que fue desmantelado casi de inmediato. Como el Argentino Hotel, que fue descuidado y maltratado. Hubo desidia y épocas oscuras, saqueos y falta de inversión, aunque en las últimas décadas tanto el Argentino Hotel como la ciudad parecen haber renacido a fuerza de turismo y mejores gestiones gubernamentales.
¿Qué queda entonces de Piria? Collazo Ibañez dice: «Fue un empresario despiadado, no hay quien lo dude; que jamás hizo caridad, tampoco; que hoy por hoy es fervorosamente odiado por biólogos y por ecologistas, debido a que se comió medio cerro en su negocio de extracción de granito y con su famoso puerto le quitó a la bahía su flujo natural de arena; que protagonizó hacia el final de sus días un escándalo de ribetes novelescos al incluir a Carmen Ruiz entre sus herederos, reconociéndola para colmo como su hija natural… en fin, todo eso ha de resultar verdadero.
Pero algo habrá dejado en el imaginario popular, como para que reiteradamente se vuelva con curiosidad y con expectación a su figura. Hay señales de Piria por todo el orbe conocido, es decir por los lugares más impensados de Montevideo, de Maldonado, del Río de la Plata y de la propia costa mediterránea en donde transcurrió buena parte de su infancia».
Considerado popularmente como el segundo fundador de Montevideo -a raíz de los muchos barrios que loteó- en la capital uruguaya sólo tiene su nombre una calle perdida de tres cuadras. Pidió ser enterrado junto a su primera mujer, Magdalena, en un mausoleo que todavía se puede visitar en el cementerio del Buceo. La cripta dice en su frente: «Yo y ella» y está sellada como solicitó Piria en su testamento. Desde su muerte, nadie entró en la cripta. El apellido sigue vigente en sus nietos y sus tataranietos que viven en Uruguay. A su nombre lo persiguen todavía zonas oscuras, ambigüedades, el mundo de la alquimia, ciertos escándalos y los monumentales edificios que hizo construir. Cada tanto, regresa en notas periodísticas, en documentales, en libros. De algún modo, su sombra sigue sobrevolando Uruguay y se niega a caer en el olvido. Como si aún pudiese seguir vendiendo perros de colores, lotes en cuotas, relojes de bolsillo de dudosa procedencia y las propiedades curativas de los atardeceres de Pirápolis. Pero, claro, a los hombres «por sus frutos los conoceréis», y frutos son obras. Y los que construyen siempre tendrán admiradores y destructores, en larga, estéril pelea que los años van apagando. Pero Piriápolis no.
- Directora Punta del Este Internacional, marisolnicoletti@gmail.com